EL MATERIAL DE ÉSTE ESPACIO ES TIPEADO DIRECTAMENTE DE LOS LIBROS DE JEFF FOSTER
Se podría decir que todos buscamos amor, lo mismo el santo que el pecador; simplemente, tenemos maneras distintas de expresar esa búsqueda. Podía parecer que el hombre que se me enfrentó en la reunión quería hacer añicos la imagen de «Jeff Foster», pero lo que en realidad necesitaba era amor. El alcohólico quiere otra cerveza, pero lo que en realidad necesita es amor. Se siente a disgusto en la experiencia presente —no amado en cada pensamiento, sentimiento y sensación— y busca una salida; y lo único que parece aliviar ese malestar es la cerveza. La cerveza, durante un rato, parece eliminar el «no estar bien» y traer el «estar bien». La cerveza, durante un rato, parece traer de vuelta el vientre materno. Incluso el asesino en serie, el violador, el criminal buscan el vientre, cada uno de una manera distinta. Somos todos buscadores del vientre andantes.
Hay personas que no conocen otra manera de obtener amor que haciendo daño a otros. A aquellos que se sienten completamente impotentes, ineptos, apaleados por la vida, y que añoran volver a sentir que tienen poder y dominio, hacer daño o incluso matar parece proporcionarles cierto alivio temporal. Así es, el buscador puede llegar a desesperarse en su búsqueda de completitud. Conseguiremos la completitud como sea. Lucharemos por ella. Moriremos por ella. Nos haremos volar por los aires, si es preciso, para ir al cielo, para volver a casa, para liberarnos de la carga de la separación. Hay personas que no encuentran otro camino que las conduzca de vuelta a casa que un camino sembrado de enemigos. Te conviertes en mi enemigo mortal, cuando percibo que te interpones en mi camino a casa.
Por eso entran en guerra unos con otros los seres humanos, no solo por conseguir o defender un territorio, alimentos o riquezas materiales, sino también por sus diferencias en cuanto a puntos de vista, filosofías, ideologías y creencias religiosas. Es asombroso lo rápido que las diferencias de opinión entre dos personas o grupos de personas —los dos miembros de una relación una relación o los ciudadanos de dos países— se tornan en una guerra santa. Cuando estás en desacuerdo conmigo, cuando rechazas mi punto de vista, me siento en cierto modo amenazado. Es extraño, ¿verdad? No me estás atacando físicamente y, sin embargo, me siento víctima de algún tipo de ataque. ¿Por qué? ¿Qué es realmente lo que se está atacando aquí?
Cuando me aferró a una idea, a un sistema de creencias o una ideología y he hecho de ese sistema de creencias mi camino a la completitud —mi único camino a la completitud—, y tú sugieres, con palabras o acciones, que esas creencias están equivocadas, estás amenazando mi completitud. Estás obstaculizando mi camino a casa. Estás amenazando mi vida —la que da título al relato de mi vida—. No discutimos sobre ideologías; discutimos sobre nuestros respectivos caminos hacia la completitud. La ola está intentando retornar al océano, y si hay algo que lo impide, se ve amenazada por la más terrible posibilidad: la posibilidad de nunca, jamás, volver a casa, de continuar eternamente separada; así que recurrirá a las medidas más extremas para acabar con esa amenaza. Hay personas que se hacen saltar por los aires —y que intentan hacerte saltar a ti— solo para validar su viaje de vuelta al hogar.
En lo más hondo, incluso los terroristas suicidas tratan simplemente de volver a casa, como el resto de la gente. ¿Cómo podemos, sin excusar sus acciones en modo alguno, aunque no sea más que acercarnos a sentir una pizca de compasión por gente como los terroristas? El sitio desde el que comenzar a acercarnos es descubriendo al buscador añorante del hogar que hay detrás del terrorista suicida. Esto no tiene nada que ver con justificar la violencia —en absoluto—, sino con entender de dónde puede provenir el impulso irrefrenable de violencia, en ellos en nosotros. Tal vez cuando de verdad entendamos lo que está pasando, estaremos en condiciones mucho más idóneas de resolver la realidad de la violencia en el mundo —no añadiéndole nada, sino ayudando a desentrañarla en su mismo origen—. Cuando finalmente consigamos ir más allá del relato de «nosotros y ellos», cuando finalmente logremos trascender la ilusión del bien y el mal, y la ilusión última de que somos personas separadas, quizá tengamos una oportunidad.
Descubrir que, esencialmente, todo ser humano intenta volver a casa nos ofrece una manera nueva de entender el comportamiento de la gente a la que consideramos violenta, loca, abominable o cruel. Visto así, nadie es en realidad inherentemente malo, nadie es fundamentalmente distinto de nosotros. Hay personas que sencillamente buscan la completitud de maneras desesperadas, y a las acciones destructivas que nacen de esa desesperada búsqueda las consideramos manifestaciones de «el mal».
Aquellos a los que calificamos de «malos» buscan en esencia lo mismo que buscamos nosotros, solo que, debido a su singular condicionamiento, a lo que aprendieron y vivieron al ir creciendo, al modo en que se los trató de niños, a las cartas que les ha dado la vida, la única manera en que pueden encontrar completitud ahora mismo es a través de la violencia. No sentirse profundamente completos en su experiencia presente, no percibir el amor inherente al momento presente, los convierte en buscadores desesperados de amor, y, en esa búsqueda de amor, entran en guerra con el mundo. En esa búsqueda de completitud, acaban destruyendo todo lo que les parece incompletitud «ahí fuera», en el mundo.
Todo lo que consideramos malo en nosotros, todas esas olas de experiencia a las que no permitimos profundamente elevarse y caer, todas esas olas que son una amenaza para nuestra imagen de nosotros mismos, las proyectamos en esos a los que llamamos «nuestros enemigos», ahí fuera, en el mundo. Cuando intentamos herir o eliminar a nuestros enemigos, secretamente intentamos eliminar el mal en nosotros. Cuando intentamos destruir la impureza de los demás, buscamos en realidad nuestra pureza. Cuando nos empeñamos en poner fin a la oscuridad de otros, secretamente buscamos la luz. Quiero destruir la incompletitud que hay en ti porque secretamente quiero destruirla en mí y estar completo.
Nuestros enemigos se convierten en nuestros chivos expiatorios. El buscador siempre tiene un chivo expiatorio..., una expresión de origen interesante. En las tribus de la antigüedad, cuando los aldeanos querían purificarse del pecado, sacrificaban un chivo a los dioses. Tenían la creencia de que el animal absorbería mágicamente sus pecados, y, cuando muriera, sus pecados morirían con él y ellos volverían a ser puros. Utilizar un chivo expiatorio es una manera de intentar quedar psicológicamente limpios..., es decir, de intentar liberarnos de las olas «sucias», que no aceptamos. En nuestra búsqueda, creamos chivos expiatorios todo el tiempo. Buscamos constantemente alivio fuera de nosotros y, en casos extremos, llegamos incluso a destruir a otros para eliminar las partes de nosotros con las que no queremos vivir.
Lo que no permito que exista en mí, no permitiré que exista en ti. Aquellas olas de mí de las que me quiero librar, intentaré destruirlas en ti. Adolf Hitler —a quien suele considerársele una de las personas más inhumanas de todos los tiempos— nos dio un ejemplo clásico de esto. Persiguió a los homosexuales, cuando existen sólidos indicios de que estaba profundamente en guerra con sus propios impulsos homosexuales. Acusó a sus enemigos, los judíos, de ser sexualmente impuros, cuando hay indicios que apuntan a que disfrutaba en secreto de prácticas sexuales fetichistas claramente «impuras». Decía que la sangre de los judíos era venenosa y contagiosa, cuando hay indicios de que en su juventud estaba aterrorizado de que su propia sangre fuera venenosa. ¿Creía sinceramente Hitler que destruir a sus enemigos le daría lo que de verdad anhelaba? Es increíble, este juego de la proyección..., lo simple que parece y, a la vez, la magnitud de la destrucción que causa cuando se le da rienda suelta a escala global. Tenemos la totalidad de la historia humana, que nos demuestra que recurrir a un chivo expiatorio no conduce jamás a la paz, en ninguno de los sentidos de esta palabra. Nunca podremos destruir realmente a nuestros enemigos, puesto que están en nosotros. La separación empieza en ti y en mí, aquí, en esta habitación, y acaba en la tortura y el genocidio.
¡Y qué fácil es ver este mecanismo en los demás! ¿Somos capaces de verlo en nosotros mismos? Esta es la cuestión. ¿Quiénes son tus chivos expiatorios? ¿Qué rechazas en los demás que secretamente rechazas en ti? ¿La debilidad? ¿El fracaso? ¿El miedo? ¿La homosexualidad? ¿La violencia? ¿Cuáles son los pensamientos y sentimientos que no admites en ti para poder seguir dándole al mundo una determinada imagen de quién eres?
Quiero repetir que nada de todo esto tiene que ver con justificar o excusar el comportamiento hostil, violento o destructivo. Sencillamente sugiero que profundicemos y descubramos de dónde proviene ese comportamiento. ¿Crees que quien esté auténticamente en paz con su propia experiencia, quien reconozca la más profunda aceptación en cada pensamiento, sentimiento y sensación..., crees que esa persona de verdad sentirá la necesidad de arremeter contra el mundo? ¿Crees que esa persona necesitará de verdad encontrar una forma de liberarse tan dramática y extrema? ¿Crees que alguien que comprende que la vida ha acogido, ha aceptado ya profundamente todos los aspectos de su experiencia —cada pensamiento, cada sonido, cada sensación, cada sentimiento— va a sentir la necesidad de lanzarse desesperadamente a la caza de la completitud? ¿Crees que va a sentir la necesidad de destruir el mundo que lo rodea para encontrar aquello que pueda completarle? ¿Crees que hacer daño a otros va a darle lo que anhela?
Cuando ves que otro ser humano es, en esencia, tú mismo, ¿crees realmente que va a darte alguna satisfacción hacerle daño intencionadamente? Cuando ya has dejado de defender una falsa imagen de ti (una imagen que sabes que no está ni siquiera cerca de poder abarcar lo que de verdad eres), cuando ya no ves en ningún otro ser humano una amenaza para esa imagen, ¿crees que vas a sentir la necesidad de atacarle? ¿Crees que la violencia es realmente necesaria cuando ya no temes a la persona que hay delante de ti?
Imagino que ese comportamiento violento, destructivo o intencionadamente hostil es siempre una expresión de la búsqueda que está teniendo lugar dentro de la experiencia de una persona. La violencia y el conflicto empiezan siendo una búsqueda en mi propia experiencia, y luego se proyectan fuera, en el mundo.
Piensa en todas las veces que has hecho o dicho en el pasado algo mezquino, desagradable, cruel o violento. Sé sincero: ¿de dónde venía el impulso imperioso de hacer daño a alguien? ¿Venía de un lugar donde veías con claridad que todo lo que formaba parte de tu experiencia presente estaba profundamente bien? ¿Reconocías la más profunda aceptación dentro de tu experiencia presente? ¿O venía de un lugar herido, de un sentimiento de no estar bien en el momento, de un lugar donde sentías la necesidad de arremeter contra lo que tenías delante para volver a sentirte bien y demostrar tu valía? ¿Y te dio realmente esa agresión un sentimiento de bienestar, al final? ¿O fue un alivio solo temporal? ¿Apareció después la culpa?... En otras palabras, ¿habías fingido ser algo que no eras?
Visto desde esta perspectiva, podríamos decir que el mundo acaba siendo un lienzo en blanco sobre el que representar nuestras respectivas actividades de busca. Si estoy en guerra con mi experiencia, entraré en guerra —de maneras diversas, algunas sutiles y otras no tan sutiles— con el mundo exterior. Por supuesto, en última instancia lo que llamamos «interior» y «exterior» no están realmente separados; el mundo y yo somos uno. La necesidad imperiosa de actuar con violencia es consecuencia de no ver mi intimidad con el mundo, de no ver que, como espacio abierto, soy esencialmente inseparable de lo que tú eres; es consecuencia de no ver la perfección y completitud inherentes a cada ola de experiencia. Y en mi desesperado intento de conseguir completitud, cuando veo partes de mí que considero malas, entro en guerra con esa misma maldad existente en el mundo. Inconscientemente, lo único que intento es destruir el mal que hay en mí. La «gente mala» —dictadores, criminales, violadores, asesinos en serie, terroristas— en realidad tratan de hacer que el mundo vuelva a estar completo, volver a estar completos ellos mismos, de la única manera que saben. Por muy extraño que suene, la «gente mala» intenta en realidad destruir el mal —el mal que hay en su interior—. Por lo tanto, no generemos más maldad entrando en guerra con ellos, ni justifiquemos tampoco su conducta; intentemos sencillamente entenderlos a un nivel más profundo, como no lo hemos hecho nunca, dándonos cuenta de que somos inseparables de ellos. Quizá entonces sea de verdad posible poner fin al mal.
Cuando comprendemos la verdadera naturaleza del mal es cuando puede empezar el verdadero perdón. Mientras le crucificaban, Jesús miró a sus torturadores y los perdonó.
El perdón es posible cuando te das cuenta de que la gente no es violenta, agresiva ni intolerante con tus ideas porque sea mala, sino porque busca desesperadamente y no conoce otra manera de encontrar lo que busca. No ven completitud, y salen al mundo a buscarla y destruyen todo aquello que les parece una amenaza para la completitud, todo lo que a su entender es responsable de que las cosas no estén completas. Como no ven completitud en nada, salen y destruyen a sus chivos expiatorios.
A punto de morir, dijo Jesús: «Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen». En otras palabras: «Perdona a mis enemigos... No ven. Ignoran la completitud. Ignoran quiénes son en realidad. No ven el océano en las olas. Se han identificado como individuos separados, e inocentemente llevan a cabo su búsqueda. Piensan que matarme les dará completitud, y no es así, pues ya están completos, pero no se dan cuenta. Ni matarme un millón de veces les proporcionará lo que anhelan, porque lo que en verdad anhelan es quien realmente soy..., quienes realmente son. Soy lo que ellos son. Quizá algún día vean».
¿Quién preferirías ser, Jesús, que sabía quién era realmente y reconoció la profunda aceptación de su experiencia, o sus torturadores, ignorantes de su verdadera naturaleza, totalmente identificados con imágenes falsas y profundamente en guerra consigo mismos? ¿Quién preferirías ser, el ejecutor o la víctima? ¿Y quién es la verdadera víctima, el que hiere a otros a causa del dolor que no acepta profundamente en sí mismo o el que experimenta dolor pero sabe quién es realmente en esa experiencia? ¿Quién resulta de verdad herido?
Es interesante señalar que la palabra «perdonado» significa literalmente «al que se le ha dado todo». Al darnos cuenta de que, en este momento, se nos ha dado completitud —o, lo que es lo mismo, al darnos cuenta de que en este momento, a pesar de lo que esté sucediendo o haya sucedido, a pesar de lo que alguien me haya hecho o dicho, sigo estando completo y esta experiencia presente está plenamente aceptada—, la otra persona queda libre del peso de la culpa, por así decirlo. Ya no es un enemigo; ya no es responsable de mi pérdida de completitud. Otra ola no puede quitarte la completitud. Otra ola no puede hacerte ni más ni menos océano de lo que eres. Nadie puede arrebatarte la aceptación profunda. Por eso, a este nivel, todos somos inocentes; y el perdón no consiste, por tanto, en intentar perdonar a los demás, sino en damos cuenta de que, en este lugar de profunda aceptación, todos estamos ya perdonados. A todos, incluido tú, se nos ha dado ya todo. El perdón es intrínseco a quien eres. Nada real se te puede quitar. Y, como nos recuerda Un Curso de milagros, «nada irreal existe».
Continuaremos con… PERDONARA NUESTROS GURÚS: EL FINAL DE LA BÚSQUEDA DE ACEPTACIÓN FUERA DE NOSOTROS
Comentarios
"Todos somos uno" Gracias Tahíta. Bendiciones.
" El mundo y yo somos uno"
Gracias por ayudarnos a expandir nuestra consciencia
Bendiciones
Gracias, precioso.
Maravilloso poder leer esto, gracias y bendiciones
gracias
Maravillosi
gracias
Gracias!
Excelente autor! Excelente texto! Gracias Taahita! Bendiciones!
GRACIAS! BENDICIONES