EL MATERIAL DE ÉSTE ESPACIO ES TIPEADO DIRECTAMENTE DE LOS LIBROS DE JEFF FOSTER
ANTES de seguir hablando sobre la sanación, creo que es muy importante distinguir entre dolor y sufrimiento. ¿Qué es exactamente lo que intentamos sanar: el dolor o el sufrimiento?
Hablé una vez con una mujer que padecía unos dolores terribles y a la que le habían dado unas semanas de vida. Había sido desde siempre una buscadora espiritual. Había estudiado con distintos maestros espirituales e incluso había vivido varios años en un ashram en la India como parte de su búsqueda de la iluminación. Se consideraba bastante evolucionada espiritualmente, pero ahora, que tenía que hacer frente a la enfermedad, toda aquella fachada había empezado a desmoronarse. Me dijo que se sentía una fracasada. Después de tantos años de búsqueda espiritual, seguía siendo incapaz de aceptar profundamente lo que le estaba pasando. En medio del dolor, su imagen de sí misma se iba haciendo añicos.
Le daba un miedo atroz la posibilidad de no seguir viva al día siguiente, se sentía frustrada por el estado de su cuerpo (sentía que le había fallado), se lamentaba de todo lo que no había conseguido en su vida y la embargaba una profunda tristeza al pensar en todo lo que ya no volvería a ver ni a sentir cuando muriera. ¿Qué había sido de todas sus ideas sobre afrontar con ecuanimidad los retos de la vida? ¿Qué había sido de su convencimiento de que estaba plenamente presente e integrada en cada momento? ¿Qué había sido de la idea de que una persona que ha despertado experimenta paz absoluta incluso en medio de la devastación? ¿Qué había sido de su convicción de que no era «nadie»? Se sentía un fracaso y un fraude, a la vista de la realidad que la vida le estaba presentando. Sentía que la vida la había humillado. Ella, que pensaba que todo lo había resuelto, se encontraba ahora con que todo lo que creía saber la vida lo ponía en entredicho.
Su fachada de persona iluminada se estaba desmoronando por momentos. ¡Qué maravilla!, al final, todas las fachadas que la mente construye se acaban desintegrando. Esta era una invitación de la vida a trascender su imagen de sí misma y descubrir quién era realmente en este momento. No mañana, no ayer, sino en este momento.
Mientras todo le había ido bien —estaba sana, en forma y llena de energía—, le había resultado fácil sentirse iluminada y decir cosas como: «Este no es mi cuerpo» o «No hay un yo». Pero ahora, postrada en cama el día entero, frágil, dolorida y dependiente de la medicación para seguir viviendo, le parecía que todo su progreso espiritual se había ido por el retrete. Me contó que se sentía como si hubiera regresado a como era antes de iniciar la búsqueda espiritual. Se sentía como una recién nacida, totalmente incapacitada para hacer frente a la vida, identificada por completo con su cuerpo físico; y estaba increíblemente enfadada consigo misma por «haber fallado». ¿Por qué no era capaz de estar más «presente», más «despierta» a la situación, más en paz con lo que estaba sucediendo? Le resultaba obvio que nunca había despertado, que se había estado engañando durante los últimos treinta años. Así que se pasaba el día tendida en la cama flagelándose mentalmente por no estar espiritualmente más evolucionada de lo que estaba.
Esta dulce mujer estaba muy apegada a sus conceptos y creencias sobre el despertar y la iluminación. Tenía una idea fija sobre lo que debía de significar el despertar. Había hecho suyo el concepto de que una persona despierta debía sentirse realizada, feliz, en paz o incluso bien, todo el tiempo, y estas creencias prestadas, que no eran fruto de su experiencia, le estaban causando un sufrimiento enorme, la hacían sentirse un absoluto fracaso y un fraude. Recuerda, sentir algo «todo el tiempo» es sencillamente imposible en el océano que eres.
A duras penas conseguía sobrellevar el dolor y la debilidad física, pero la pérdida (muerte) de su identidad la angustiaba todavía más. Eran todas las ideas que había ido haciendo suyas durante años sobre cómo debían y no debían ser las cosas, todas las ideas sobre la apariencia que hubiera debido tener este momento lo que quizá le hacía todavía más daño que el dolor en sí. Intentaba desesperadamente sentirse bien con las cosas tal como eran, pero la realidad era que no se sentía bien y que se torturaba por ello. Intentaba desesperadamente mantenerse entera, pero el dolor amenazaba con hacer pedazos su realidad. Y cada día libraba una batalla para seguir aferrada a su identidad.
Eran los relatos que se contaba sobre el dolor —sobre lo terrible que era, cuánto podía empeorar, cómo terminaría por matarla— lo que hacían la situación intolerable, insufrible, desesperada. Era su identidad de mujer derrotada por el dolor lo que representaba la verdadera carga, no el dolor en sí. Era su relato de sí misma, que la definía como víctima del dolor, como prisionera del dolor, como persona atrapada en el dolor e incapaz de encontrar una salida lo que de verdad la hacía sufrir; era eso lo que necesitaba sanar. El origen de su sufrimiento eran sus tentativas frustradas de escapar mentalmente del momento, su necesidad desesperada de dominar la situación y el hecho de no tener ningún dominio sobre ella. El origen de su sufrimiento era su incapacidad para aceptar profundamente su total vulnerabilidad ante la vida.
El dolor físico tiene una manera de traernos, del modo más ineludible, a la realidad, y puede ayudarnos de verdad a que nos abramos paso a través de todas las imágenes, siempre que estemos dispuestos a sentir y vivir realmente su significado más profundo.
Decimos: «Tengo un dolor ahora mismo», pero, en realidad, ¿a qué nos referimos con eso? Vamos a intentar desarmar nuestro relato del dolor y regresar a lo que de verdad está ocurriendo en el momento. (Y, en última instancia, todo lo que digo puede aplicarse no solo al dolor físico, sino también a todas las clases de dolor: el miedo, la ira, la tristeza, la culpa, los celos, la frustración, el aburrimiento, el pesar... El dolor es lo que duele en el momento.)
Regresa a la experiencia presente, a lo que de verdad está sucediendo ahora mismo. ¿Qué hay aquí? Hay todo tipo de pensamientos, sentimientos, sonidos y sensaciones que aparecen y desaparecen en lo que eres.
Vete al dolor, y por el momento, como experimento, deja a un lado tu relato del dolor —despréndete de tus conclusiones, de tus suposiciones, de todo lo que sabes sobre el dolor, de tus descripciones de él, de tus recuerdos de experiencias dolorosas pasadas— y explora la experiencia presente, como si fuera la primera vez que sientes dolor. ¿Qué hay realmente aquí, más allá de tus ideas sobre lo que hay aquí? ¿Cuál es la verdad de este momento?
Tal vez empieces a darte cuenta de que eso a lo que hasta ahora habías llamado dolor no es en realidad dolor. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que no hay nada aquí que sea estático, sólido, inmutable, nada que esté separado; no vas a encontrar nada sólido llamado dolor. Incluso aunque el dolor parezca sólido, míralo más de cerca..., y más de cerca todavía. Como ya hemos visto, en la realidad, la experiencia del momento presente nunca está inmovilizada. Una ola siempre está en movimiento, aunque desde la distancia pueda parecer estacionaria. Decimos: «Eso es una ola, y sé lo que es una ola», pero para cuando hemos acabado de pronunciarlo, la ola ya no es la misma. La palabra parece inmovilizar las cosas, pero la realidad nunca está inmóvil; siempre es una ola nueva, y otra ola nueva. La realidad cambia de forma constantemente. En el momento que intentas describir una ola diciendo «es así» o «es de este otro modo», el momento va se ha ido, la forma de la ola ya ha cambiado, y lo que expresabas un momento atrás ya no es aplicable a este momento.
La vida está en movimiento, y el pensamiento siempre se esfuerza por alcanzarla. La vida precede al pensamiento. En este sentido, ¡todo pensamiento es un añadido a posteriori!
Así que regresa a estas olas de experiencia, regresa a lo que llamas dolor, y fíjate en que no es sólido, sino que de hecho consiste en toda clase de olas más pequeñas, toda clase de sensaciones cambiantes, que fluctúan, que danzan. En el instante que llegas a una conclusión sobre una sensación, en cierto sentido has dejado de ver y de sentir, de sentir de verdad, lo que hay aquí; has entrado en un relato mental sobre tu experiencia. Así que vuelve a lo que está sucediendo realmente y mira de nuevo.
Deja a un lado la conclusión de que eso que experimentas ahora se llama dolor, y redescubre lo que es en realidad. ¿Cómo son en realidad esas sensaciones a las que llamas dolor? Siéntelas..., realmente siéntelas hasta el fondo. Préstales una atención directa y afectuosa, sin esperar que cambien en modo alguno ni intentar hacerlas desaparecer. Encuéntrate con lo que hay aquí sin esperanza. ¿Son estáticas las sensaciones, son sólidas, fijas, o se mueven y danzan en la experiencia presente? ¿Cómo se mueven? ¿Lo hacen rápido o despacio? ¿A dónde van? Síguelas. ¿Da la impresión de que vayan en una dirección determinada, o en todas las direcciones a la vez? ¿Viajan en pequeños círculos, suben y bajan, van de lado a lado, o entran y salen? ¿Tienen bordes afilados, como pequeñas cuchillas, o son más bien blandas, redondeadas, dúctiles?
¿Sientes que son profundas, o superficiales? ¿Tienen distintas texturas o algún diseño que se repita? ¿Son ásperas, suaves, irregulares, tienen protuberancias, pinchan? ¿Vibran, golpean con fuerza, aletean con irregularidad, tiemblan, se ondulan, oscilan, se sacuden, laten o palpitan? ¿Tienen ritmo? ¿Tienen temperatura? ¿Sientes que están ardiendo, calientes, templadas, frías o heladas? ¿Están confinadas en cierta área, constreñidas de algún modo, encerradas, o fluyen libremente, como el agua? ¿Son sensaciones semilíquidas, líquidas, duras, gruesas, descoloridas, viscosas, puntiagudas, delicadas? ¿Hay algún color, forma o sonido asociado a ellas? ¿Son rojas, moradas, anaranjadas, amarillas, verdes? ¿Son negras, blancas o transparentes? ¿Son circulares, cuadradas, triangulares, elípticas o de alguna forma totalmente distinta? ¿Cantan, chillan, emiten un zumbido, o están en silencio? ¿Son tímidas o confiadas? ¿Parecen jóvenes o viejas?
No estés tan seguro de lo que hay aquí; no finjas que lo sabes. Sé siempre un explorador. Entabla siempre una relación íntima con lo que está de verdad presente. Préstales amorosa atención a estas pequeñas olas, a estas pobres olas que se han visto rechazadas, descuidadas, sin hogar y sin amor durante tanto tiempo, y, cuando lo hagas, fíjate en que a todas se les ha permitido estar aquí. Lo que eres ya las ha dejado entrar, por muy extrañas o desagradables que te parezcan. Las sensaciones no son tus enemigas, por muy intensas que sean.
Cuando traspasas la palabra «dolor» —una palabra que arrastra tal bagaje—, ¿qué es lo que encuentras tú, en tu propia experiencia presente? Nunca encuentras un bulto genérico, inmóvil, estático llamado dolor. El dolor nunca es algo que exista en tu cuerpo; está siempre mucho más vivo que eso. La experiencia real es siempre infinitamente más rica que el relato sobre la experiencia. Nunca encuentras una cosa; encuentras una danza de sensaciones, formas, texturas temperaturas del momento presente que, al final, no puedes poner en palabras. Incluso las palabras que antes he usado —«afiladas», «suaves», «cálidas»— son meras descripciones. Quizá parezcan acercarse un poco más a la experiencia real, pero siguen siendo solo descripciones, y ni siquiera ellas pueden captar lo que está sucediendo realmente. Deja que duerman todas las descripciones, y explora a partir de aquí.
CONTINÚA EN LAS PARTES 2 Y 3